El dolor tocó a sus puertas siendo aún niña; su salud siempre débil le acarreaba no pocos sufrimientos; la muerte de su madre le ocasionó tan gran dolor que le suplicaba al Señor se la dejara un poco más si era conforme a su Divina Voluntad, no le fue concedida esta gracia y continuó por el sendero que Él le indicaba.
Ya religiosa, en el Hospital San José, pasó por innumerables pruebas que no hicieron otra cosa que mostrar su espíritu de mortificación, de sacrificio, abnegación, obediencia y acatamiento en todo a lo que el Señor pedía a su generoso corazón.
Aunque estuviese cansada de las salidas a pedir limosna para sus pobres y enfermos, bajo el sol inclemente de Maiquetía, no siempre recompensada sino muchas veces humillada por estar pidiendo, su talante heroico de entrega y fidelidad no disminuía. Lo primero, al llegar al hospital, era quitarse el delantal e ir a ver a sus enfermos, sin concederse descanso.
Esta experiencia de cruz estaba marcada por un halo de alegría, generosidad y sencillez tal que las hermanas la recordaban siempre como un testimonio del gran amor a Dios, que Él le había manifestado en su Hijo Jesucristo, clavado en una cruz por amor.
Contemplar a Jesús Crucificado era, para ella, un manantial de fuerza que la empujaba a seguir acompañándolo en el dolor de los pobres, excluidos y abandonados, a quienes acogía como al mismo Cristo.
¡Cuánto nos enseña tan abnegada y santa Madre!
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